En 1987, no sabemos si llevado por la
fascinación o atraído por el magnetismo del trompetista de Oklahoma, Chet
Baker, el afamado fotógrafo y cineasta en ciernes Bruce Weber rueda un
documental en el que superpone imágenes de los años de esplendor del músico en
los cincuenta, con las rodadas por el propio Weber a finales de los ochenta. Let's
get lost no es un biopic de Baker ni el testimonio de los últimos
días de un músico de jazz moribundo, ni siquiera es la puesta de manifiesto del
valor simbólico de la decadencia de un icono americano, lo cual habría
resultado, tal vez, demasiado zafio para dar cuenta de una figura tan grande
del arte del siglo XX. ¿De qué habla, entonces, la segunda película del de
Pennsylvania (su opera prima había sido Broken noses, rodada ese
mismo año, en que relata, o mejor dicho, muestra la cotidianeidad de doce
jóvenes boxeadores en un gimnasio de tercera categoría)? Weber vadea en
diferentes orillas, en un deambular muy jazzístico y siempre a media voz,
claro. No echamos de menos, sin embargo, un rumbo certero porque sí logra
restituir una identidad y fijar un instante de realidad, que no implica, en Let's
get lost, la renuncia al mito y el consecuente examen de sus ruinas. La
voluntad primera del cineasta fue la de seguir a un Chet Baker con 57 años y
casi treinta de adicción a la heroína a sus espaldas, rodeado de groupies que
no habían nacido aún cuando tocaba en el Birdland.
Durante el visionado de Let’s get lost, asistimos a la
transfiguración de un rostro, en realidad, a una doble transfiguración: la
perpetrada por el tiempo y la que han llevado a cabo, más cruelmente si cabe, los diferentes medios de expresión capaces de capturar imágenes. La fotografía
(Claxton o el mismo Weber), el cine (¡Baker compartiendo plano con Adriano
Celentano!) o la televisión, se han encargado, no de descubrir, sinó de dejar
constancia de la existencia de un ser fotogénico en un momento de plenitud, y
también nos ha permitido asistir a su etapa decrépita. Lo que nos interesa del
film de Weber es que durante el periplo vital que describe, la fotogenia de ese
rostro permanece intacta: y esa es la razón por la que nos emociona ser
testigos de esa cruel transformación. Let’s
get lost es, en este sentido, la confirmación de la capacidad del cine,
cuando existe esa voluntad, de mostrar
la vida.
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