Estrella es dichosa porque hace lo que le gusta, y porque le
permite, o mejor dicho, le exige ser meticulosa, que es lo que mejor se le da en
este mundo. A menudo, me reprocha mi falta de rigor en el trabajo, y anda
rezongando de punta a punta del pasillo, como tal vez haga por las noches en su
jaula la pantera negra del zoo de esta ciudad, que no ha dejado verse ninguna
de las tres veces en que lo he visitado. Masculla palabrejas en su español
yucateco que he logrado descifrar con los años gracias al contexto o al tono
con que las pronuncia, tales como “colís”, “huaj”, “huiro”, “majado” (esta
última en una acepción distinta de mi español, que por supuesto no es el de
Barcelona, algo así, creo, como herido)… o expresiones como “hazme loch” o “¿Y
tu xánex?”. Ya los primeros días de mi estancia en España advertí que no era
una buena idea preguntarle a Estrella por el significado de las palabras que no
le entendía, ni de cualquier otra cosa en realidad. A las pocas horas de entrar
en su planta baja de la calle Argentona, durante una de las pocas charlas de
más de cinco minutos que hemos tenido hasta hoy, se le escapó un “chuchuluco”, que en el pueblo de mis abuelos maternos significa cachivache, pero no en el
Yucatán. Estaba asustada y la escuchaba con atención, no quería perderme nada,
me jugaba mucho, y no entendí esa palabra en aquel contexto, así que me atreví
a preguntarle, con un hilillo de voz, que a qué se refería con “chuchuluco”. De
repente, se le torció el gesto, de una manera algo mecánica, y pensé en las muecas siniestras
de los autómatas del Tibidabo, y estuvo en silencio más de un minuto, durante
el cual aprecié por primera vez los puntitos verdes que tiene alrededor de la
pupila y que han aumentado con el tiempo, como las muescas del rifle de
Jeremiah Johnson en la película de Robert Redford. A diferencia de otros, el
miedo no me bloquea, al contrario, me desata, no lo puedo evitar, y del mismo
modo que a algunos les sobreviene una carcajada en las situaciones más tristes,
el pánico me imbuye de lucidez y da rienda suelta a frases elocuentes y tan
extrañas a mí, que parecen dichas por otra persona. Incluso el timbre de mi voz
muta y se torna uniforme y delicado a la vez. “Esos puntitos son del mismo
verde que el del río Conchos a su paso por Ojinaga. Fue allí donde aprendiste a
matar, Estrella Tixcacaltuytub?” El apellido lo pronuncié en un yucateco
riguroso que dilató sus pupilas de súbito hasta inundar su oscurísimo iris. Estrella
vacila muy a menudo antes de empezar a hablar, sobre todo en las situaciones en
las que se siente desconcertada, o cuando sabe que no tiene más remedio que
imponer su autoridad aunque lo que de verdad le apetece es darse media vuelta y
hacer como que no ha oído nada. Todo esto lo supe mucho más tarde, claro, después
de aquellos meses en que fui espectadora y, probablemente, cómplice de las
amenazas, los sobornos, las torturas… a que eran sometidos los individuos a los
que Estrella recibía en su despacho como si de un notario de Sant Gervasi se
tratara (siempre me ha extrañado que llegaran todos voluntariamente, por su
propio pie, aunque parecía que sabían a lo que venían, en una especie de
asunción de un tránsito ineludible ya), y a los que, últimamente, acompaña
hasta la puerta Santi Arbós, un niñato bobo de la calle Madrazo, cocainómano y
perro fiel. Y fue más tarde aún cuando entendí que aquel “chuchuluco” se le
había escapado, ya que a lo largo de todos estos años nunca ha vuelto a
utilizar el dialecto del Yucatán, salvo cuando refunfuña contrariada por el
pasillo hasta que se tranquiliza y
vuelve al papeleo que debe dar cuenta del estado de sus operaciones a sus jefes
en América. Cuando pienso en la respuesta de Estrella, la asocio a los saltos
de esquí en Garmisch Partenkirchen que retransmitía en directo TVE y yo miraba
de reojo como un marido que escucha arrepentido la bronca de su mujer pero no
puede evitar una mirada de soslayo al vaivén de unas caderas inoportunas. “Yucatán
no es para ti.”… o “Yucatán vive aquí.” No estoy segura de lo que dijo, pero sí
recuerdo perfectamente la sensación de vacío y de abandono que llegó y se fue
como un escalofrío punzante que desde entonces he sido capaz de evocar siempre
que he querido.
Oí hablar por primera vez de Estrella Tixcacaltuytub en casa
de Alejandra Cruz, la novia de mi hermana, cuatro días después del primer y
único ensayo de nuestro grupo sin nombre durante el que el rock’n’roll alcanzó su zénit y también de la muerte de María
Elena, mi hermana mayor, cuyo cadáver fue hallado en las afueras de Las Cruces con
ocho cuchilladas en zonas vitales a pesar de que con toda seguridad, según los
forenses, la primera, en el corazón, acabó ya con su vida. Los hechos
acontecidos durante esos cuatro días, me llevaron a aceptar la recomendación de
Hugo Cruz, el padre de Alejandra, de que buscase protección lejos de Méjico.
“Debes ir a ver a Estrella, en Barcelona, ella no dejará que nadie te haga
daño” –dijo el señor Cruz con ternura. Una nebulosa soporífera envuelve
aquellas últimas semanas en Las Cruces, aunque muchas veces he pensado que fue, precisamente, la huida lo que me confundió. Jamás he vuelto a ver tan claro
como en el aeropuerto de Albuquerque minutos antes de embarcar, mirando
fijamente los puntitos verdes que rodeaban la pupila de los ojos de mi madre.
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